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sábado, 24 de octubre de 2015

Al retirarme a la montaña, esperaba dejar atrás el dolor de mi vida familiar y el resto de dificultades mundanas; pero me siguieron. Me llevó muchos años darme cuenta de que dichas dificultades eran la parte principal de mi práctica.
 (Jack Kornfield: Camino con Corazón)


Codorníu admira las enseñanzas del cielo otoñal. En concreto observa cómo se van sucediendo sin remedio las nubes blancas, dejando espacio entre ellas al vacío fondo azulado. Cuando le conocí, su corazón perseverante era una rebanada de pan bimbo a la que aún no se había asomado el cobre verdoso de los patrones reactivos apegados. Luego, sus años saltaron de diez en diez hasta tener a la vista el acantilado con su cama deshecha. Todavía retumban allí abajo los mensajes de aquellas botellas perdidas, que llegaron con el intenso balanceo de los setenta; aunque, lo que se dice vivir, esos frascos ya solo viven en su interior mecidos por sueños dulcemente irrealizables. 

Ahora, desollados por los grilletes del tiempo, sus tobillos acogen con gratitud las sencillas caricias del salitre y la acupuntura que le aplica la hojarasca barrida por los aires difíciles. Alguna oquedad rocosa del acantilado, útil en el pasado para nuestros juegos de juventud, colabora conmigo para ulular en sus oídos unas sílabas desde la resiliencia. Despierta, le digo, soy yo la que da realidad a todo. La que concibe un mundo exterior que aparenta existir desde ahí fuera. La que hace que representes el personaje que supones ser. 

Pero Codorníu necesita más tiempo para comprender cuanto le digo. Aún sufre la herida abierta del mayor de los errores, creerse el hacedor de sus acciones. Por eso, mientras abro el abanico y pinto su mundo para que no se levante en el vacío, le deslizo al oído esta reflexión: ¿Acaso es posible atribuirle autoría y responsabilidad a los gestos hechos por el reflejo mostrado en un espejo?

martes, 6 de octubre de 2015

La madera no puede ver sus cenizas, las cenizas no pueden ver la madera.
(Eihei Dōgen, siglo XIII)

A falta de un mar pegado al pie de la ventana, Codorníu ya pide tan solo un riachuelo simbólico para el discurrir del último tercio de su vida; otra cosa es que le sea dado. Mientras tanto, ha de conformarse con una carretera seca a la intemperie que sube por delante de su casa.  

En este momento, un coche pasa con la música a tope (Me asomo a la ventana eres la chica de ayer...)

Aprovecho la canción y le digo al viento que la siga silbando entre los árboles. De mi brazo seguimos el asfalto hasta que se vuelve un sendero borroso entre las nubes. A ambos lados se extiende un mantel de edelweiss y campanitas con cargo a la mente del personaje. La pelea que se trae con un mundo sin compasión le impide escucharme; la entidad que cree ser arrastra un avispero inútil de teorías particulares sobre el bien y el mal. 

Reclamo su atención al mirar el rayo verde de la puesta. Cuento con ventaja: conozco su debilidad por el cine de Rohmer y la pintura de Edward Hopper. Desde los dominios nubosos, sobre esa hora del crepúsculo, le invito a preguntarse en qué han quedado las monstruosas siluetas de las falsas identidades que adoptó en el pasado, ahora despeñadas en el barranco...  Noto cómo le conmueve su tamaño de juguete allá abajo.

Con luz, cuanto se puede observar es ilusorio; sin luz, inexistente. El actor eterno insatisfecho– sigue buscando, entre el atrezzo, un disfraz de actor que no encontrará nunca.