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lunes, 13 de octubre de 2014


Tener conciencia no me obliga
a tener teorías sobre las cosas:
me obliga, tan solo,
a ser consciente.
                       (F. Pessoa)

He necesitado décadas para comprender la relación entre lo que percibimos y el espectador; entre la imagen en el espejo y el espejo en sí mismo. Han sido muchas las idas y venidas, la búsqueda estéril, el revoloteo. No fue fácil. No fue: Ayer me quitaba aquello, mañana eso; pasado, lo de más allá... Torpeza tras torpeza, intento retirar aquello que creo ser, un fraude postizo que se aferra agazapado tras el cuerpo. 

Codorníu fue testigo -aunque no se enteraba de nada- de aquellos años míos de esfuerzo callado, mientras iba reconociendo lo falso como falso; experiencias para descubrir que en realidad no era mío nada verdaderamente. Ahora me doy cuenta de la larga marcha que supone acumular materiales. Todo a ciegas, sin saber lo que va a tardar en ceder la propia importancia, como le llama don Juan en los libros de Castaneda.

Aunque mi piel se encontraba más a gusto con Chumpéter, Codorníu tenía aquella sensibilidad para con el otro que aproximaba mejor nuestras almas. Recuerdo un día que, tras una manifestación contra la dictadura, conversamos acerca de cómo habíamos llegado cada uno a tomar esa conciencia de clase que nos empujaba a actuar. No estábamos haciendo otra cosa que entretener el tiempo de arena, tras horas de charla seductora contando batallitas.

Al salir del café, apareció en sus labios una frase de Platón, que yo estaba pensando:  "Buscando el bien de nuestros semejantes, encontramos el nuestro".  Él traía la frase en el contexto de una reflexión sobre política. Pero yo ya sabía entonces, que Platón la usaba en otro sentido. Además, mi mente estaba ocupada en otra cosa que no le dije. Apenas encontré palabras a partir de ese instante e, impactada por la extraña coincidencia, pretexté un dolor de cabeza para irme a casa.



Saleta.

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