El olvido es el único paraíso que recuerdo a veces. De
allí salgo para regresar al espejo precioso, a la certeza de existir, al mundo de las formas donde toda quimera es efecto de
otra ilusión previa. También de allí surgió Mikael con aquellos mechones rubios, una bolsa de
gusanitos en la mano, los morros embadurnados de naranja y una sonrisa abierta y luminosa, que disipó mis peores pesadillas durante muchos años. Más adelante, paseando a su lado por las calles mojadas, nuestro reflejo pixelado en las aguas de los charcos (que yo miraba de reojo mientras caminábamos en silencio) fue introduciendo en la escena un cierto desasosiego sin saber bien por qué.
Entre tanto trabajo tutelar que me da Codorníu, casi había olvidado ya aquella desazón. Mis ojos, vueltos por aquel entonces a los naturales tropiezos que hilvanan la vida de un adolescente, impusieron una pausa a este otro yo entrañable. Mikael me necesita más -pensaba-, porque está perdidísimo entre la bruma de los desórdenes que le acontecen.
Ese recuerdo doloroso me sigue colocando un denso tapón a la altura del pecho. Termino por creer (mi deseo frustrado confunde ya esas cosas atemporales que pasan y no pasan) que, algún día, Mikael tendrá una mirada cálida que se posará en otros seres -ya que en el mío no fue posible- y dejará atrás su zozobra.
Por ahora, tengo que conformarme con una media sonrisa suya (cuando está de buenas) y una colección de gestos uraños que zigzaguean por la casa como un racimo de gotas recién nacidas, buscando su camino en el cristal empañado de los amaneceres que le ven regresar.
Por ahora, tengo que conformarme con una media sonrisa suya (cuando está de buenas) y una colección de gestos uraños que zigzaguean por la casa como un racimo de gotas recién nacidas, buscando su camino en el cristal empañado de los amaneceres que le ven regresar.
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